Las narrativas y disputas por la memoria en el México actual

El desafío para las narrativas memoriales del presente consiste en recordar y nombrar la atrocidad en el momento que ocurre, o casi, y subvertir así su normalización -el blindaje de una sociedad que se sabe vulnerable pero no lo quiere o puede admitir-.

Colaboración de Anne Huffschmid

Fotografía Cuarto Oscuro

La memoria oficial

México es, sin duda, un país de amplia cultura memorial. El calendario está lleno de aniversarios y las ciudades de monumentos, establecidos para relatar la historia oficial de una nación que hasta hoy se concibe a si misma, orgullosamente, como mestiza, independiente y post-revolucionaria. Son las capas que constituyen el palimpsesto del devenir y sentir nacional, una sobrepuesta sobre la otra, pero sin erradicarse del todo, y que se despliegan a la vista de todos. Sean los fundamentos de la Gran Tenochtitlan o de su ciudad gemela Tlatelolco, hoy transitables en el Templo Mayor en pleno centro histórico de la capital, o a pocos kilómetros, en el sitio arqueológico de Tlatelolco. Sean las incontables encarnaciones de la heroica lucha por independizarse como país, primero del imperio hispánico y luego también del predominio clerical. Abundan las figuras de estos héroes que ‘nos dieron patria’ en plazas y monedas, murales, libros de texto o (tele)novelas. A esta capa conmemorativa se agrega luego la del siglo XX, la década conocida como ‘revolucionaria’, y que constituye lo inconfundible del régimen mexicano: un autoritarismo sumamente eficaz, de flexibilidad extrema, sin necesidad de dictaduras ni de guerras, al menos no declaradas como tales. El auge conmemorativo llegó a su clímax en 2010, con la sobreposición de ambos aniversarios patrióticos, el llamado Bicentenario, celebrado por un sinnúmero de eventos culturales, desfiles y nuevos monumentos. En esta ocasión se revelaba también el marcado centralismo memorial, eco de la estructura centralista del país: la capital como epicentro, con réplicas en todos los estados.

De este modo la historia mexicana se resume en una narrativa nutrida por tragedias y glorias del pasado, en distintas escalas temporales. Es construida no a partir de conflictos, sino como secuencia de heroísmos de algún modo compatibles entre sí, encarnados por líderes, hombres casi sin excepción, mexicas (Cuauhtémoc), colonizadores (Colón), independistas (Hidalgo o Morelos), republicanos (Juárez) y revolucionarios (Madero o Zapata), todos conviviendo armónicamente en las calles y plazas del país

Es sintomático para esta particular ‘armonía histórica’ la inscripción en la llamada Plaza de las tres Culturas, inaugurada en la década de 1960 a un costado de las ruinas de Tlatelolco. La placa que declara conmemorar la caída de Tlatelolco, “heroicamente defendido por Cuauhtémoc”, en manos del conquistador Hernán Cortes, la resume así: “No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”. Convivencia pacífica entre colonizados y colonizadores, como entre las tres arquitecturas -prehispánica, colonial y moderna-, en la unidad habitacional. El postulado del mestizaje como destino, bautizado por la pedagogía post-revolucionaria como raza cósmica, tardó muchas décadas para ser cuestionado, primero por la antropología mexicana crecientemente critica y luego por una inesperada insurgencia indígena que irrumpía, a mediados de la década de 1990 en la escena nacional, apropiándose de la memoria rebelde de Zapata, quien había sido incorporado a la mitología oficial y reclamando “Nunca más un México sin nosotros”.

Esta no fue la primera grieta que se produjo en la historia-mitología de una nación felizmente mestiza y en paz consigo misma. Es preciso recordar que la memoria no se agota en la conmemoración de cierta secuencia de hechos reconocidos por la historia oficial, sean gloriosos o trágicos, del pasado, sino brinda la posibilidad de narrar y visibilizar lo que no estaba contemplado en este libreto, lo que no está tan a la vista de todos, lo que no cabe en el imaginario de una identidad como patrimonio petrificado y homogéneo: los abismos de violencia y represión, no como accidentes o excesos, sino constitutivos para ciertas maneras de gobernar y organizar -o controlar- la vida social. En México, nos referimos a las violencias empleadas por el gobierno para mantener el control político y social –la (mal) llamada guerra sucia de los años 1960 y 70– y también a la actual escalada de violencias que viene inundando el país en el contexto de la (también mal) llamada guerra contra las drogas.

La memoria es, o puede ser, irrupción, interrogación y cuestionamiento. En todo caso, corresponde a un ‘trabajo de memoria’, término propuesto por la socióloga Elizabeth Jelin, el cual como tal nunca es monolítico o individual. Lo debemos imaginar como un proceso social, que conlleva siempre una disputa o negociación de sentidos, en el que participan posturas e intereses diversos y divergentes, entre afectados y actores directos, políticos, historiadores, creadores, activistas y demás ciudadanos. Nos conviene, nos dice Jelin, dejar atrás la habitual contraposición entre memoria y olvido, y asumir que todos, incluyendo a quienes gobiernan, cultivan su propia narrativa memorial, sea heroizante, nacionalista, o francamente negacionista. Para México, podríamos decir que los principales lemas o imaginarios en torno a las violencias han oscilado, en el curso de las últimas décadas, entre el “no pasa nada” (negar la masividad y sistematicidad de las violencias) y el multicitado “por algo habrá sido”, que equivale a suponer que las víctimas fueron guerrilleros (antes) o delincuentes (actualmente), y por lo tanto tendrían algún grado de responsabilidad en lo que les haya pasado, en descarga de gobiernos y sociedad.

Hacer memoria para producir grietas, problematizar y pluralizar estos discursos herméticos equivaldría no a conmemorar, sino a nombrar o renombrar, producir (otros) relatos de lo que ocurre y desafiar así el marco significante de que las violencias se justifican por algún contexto de guerra; y luego equivaldría a producir conexiones entre estos nuevos relatos, desafiando su aparente sinsentido. Nombrar y conectar son entonces los principales desafíos, según el historiador y antropólógo Mario Rufer, para los ‘trabajos de memoria’ en este México contemporáneo.

Es un desafío narrativo que enfrenta dos horizontes temporales, marcadamente distintos pero conectados entre sí por la constante de la impunidad. La primera grieta o disputa memorial es la que se ha producido a partir del ya mítico año 1968 y sus secuelas, las guerrillas y la brutal contrainsurgencia, es decir, el llamado pasado reciente. La segunda -y acaso el reto mayor, también para esta plataforma– tiene que ver con un presente desbordado de masacres, tortura y desapariciones, como nunca antes en la historia de México. ¿Como convertir las experiencias del aquí y el ahora en narrativas que denuncian, significan y dotan de sentido lo que ocurre, sin ninguna distancia histórica hacia los hechos?

Sitios y narrativas en torno a la represión en el llamado ‘pasado reciente’

La impunidad, es decir la continua no-sanción de los crímenes cometidos por representantes del Estado mexicano –la masacre de Tlatelolco en 1968, el llamado Halconazo en 1971, o la desaparición, tortura y ejecución ilegal de miles de personas– rebasa el ámbito legal y está firmemente instalada en el imaginario social del país. Es posible decir que representa la condición que desafía y complica cualquier esfuerzo o narrativa memorial.

Lo que hacía aún más complejo este trabajo en México era el hecho que nombrar y recordar estos crímenes no cabía en la imagen oficial de un régimen político que, a diferencia de las juntas militares de países vecinos envueltos en guerras internas, se posicionaba como progresista y antifascista, y en efecto recibía a miles de perseguidos políticos tanto del Cono Sur como de América Central. Incluso a muchos de los militantes refugiados en México les costó reconocer lo que pareciera esquizofrénico, la coexistencia de un régimen formalmente democrático y de un parcial progresismo hacia afuera, con un brutal autoritarismo represor para ciertas regiones del interior. 

El que no hubiera reconocimiento oficial y tampoco judicialización de las atrocidades no significa que no haya marcas y modos de marcar, por parte de activistas, creadores y ciudadanía. Ejemplo de una práctica persistente de memoria continua es la anual marcha estudiantil en memoria de la masacre de estudiantes del 2 de octubre de 1968, cuando fuerzas del ejército, francotiradores y paramilitares ejecutaron a un número hasta ahora desconocido de estudiantes desarmados en la Plaza de las Tres Culturas. De este modo, una potente revuelta estudiantil fue brutalmente abortada. La primera marcha se inició, aún tímidamente, a diez años de los hechos, y luego se convirtió en una suerte de ritual político, pero de mucha vitalidad, ya que es revivida año con año por contingentes masivos de jóvenes universitarios. En el 25 aniversario se erigió, a iniciativa de un grupo de activistas veteranos, una estela conmemorativa en la plaza, de corte tradicional, pero con una inscripción provocadora, que recuerda los nombres y edades de más de una veintena de “caídos”, citando además un poema de la célebre escritora mexicana Rosario Castellanos.

En general, ha sido la producción cultural el primer y principal lugar de las memorias del trauma de Tlatelolco, como antesala de la atroz contrainsurgencia que vendría en los años setenta. Destacan como pioneros el famoso recuento multivocal de Elena Poniatowska en La Noche de Tlatelolco (1971), la crónica de Paco Ignacio Taibo II 68 (1991) o la recreación cinematográfica de Rojo Amanecer (1989), de Jorge Fons. Sin embargo, fue hasta la construcción del Memorial del 68 en un ex recinto gubernamental que fue habilitado como centro cultural, que las memorias de aquel mítico año se pudieron materializar en sitio fijo, operado no por el estado, pero por la principal Universidad pública del país, la UNAM. En él, la doble narrativa memorial –tanto de la movilización, juzgada hoy como germen de la democratización del país, como de su brutal represión– fue declarada y desplegada como una suerte de patrimonio cultural y legado político. Pero esta patrimonialización estuvo desconectada de cualquier proceso legal. En general, la desconexión entre procesos de memoria y procesos de justicia ha sido una constante de las memorializaciones en México, a diferencia de países vecinos.

Lo mismo vale para otro hito en el paisaje memorial de México, concentrado hasta ahora en la capital del país: la llamada Casa de la Memoria Indómita, inaugurada en 2012 como primer sitio-museo dedicado a la contrainsurgencia de los años 70, la desaparición forzada y la resistencia de familiares. Es revelador que la Casa nació como una iniciativa particular de la familia de una de las activistas más emblemáticas: Rosario Ibarra de Piedra. La memoria como responsabilidad de los propios activistas y personas afectadas.

Un par de años antes, en 2010, un recinto titulado Museo de Memoria y Tolerancia abrió sus puertas como espacio pedagógico, financiado por la iniciativa privada (la comunidad empresarial judía en México), para sensibilizar en torno a genocidios y derechos humanos en el mundo. Sin embargo, en sus primeros años de vida pública el museo no albergó ninguna exposición relacionada con la crisis de violencia que atormentaba al propio México en esos mismos años.

Mientras tanto, los centros de detención clandestina o tortura, que en regiones como el Cono Sur desde hace dos décadas se están recuperando como sitios de memoria, en México seguían hasta hace muy poco sin integrarse en los relatos memoriales en torno a la represión política. Apenas en 2019, bajo el signo de la alternancia política, por primera vez un gobierno mexicano propone una política de habilitar sitios de memoria con tal de construir “una nueva memoria pública”. El primero fue, en 2019, Circular de Morelia # 8, en los sótanos de las ex-oficinas de la antigua Dirección Federal de Seguridad, que albergaban un centro clandestino de detención y tortura. El segundo fue anunciado recién en octubre de 2021, el proyecto memorial Tlaxcoaque, en otro sótano que había servido para la tortura, debajo de un antiguo departamento de policía.

El propósito de abrir las entrañas de la burocracia represiva al público, hacer transitable y palpable este terrorismo de Estado “a la mexicana”, corresponde sin duda a una antigua demanda de los movimientos de derechos humanos, impulsado por sobrevivientes y familiares de desaparecidos. Quedaría por definir el espíritu rector de estos sitios, entre la aspiración gubernamental de apostar a la “reconciliación con el pasado”, propósito poco compatible con el lema de “ni perdón ni olvido” de activistas y familiares, o poniendo el énfasis en un “dialogo crítico con el pasado”, a decir de uno de los sobrevivientes de los sótanos de Tlaxcoaque. Y quedan por recuperar espacios más complicados, como el Campo Militar Número 1, que según el testimonio de sobrevivientes albergaba una de las cárceles clandestinas más grandes del país. El campo, una pequeña ciudad militar al norte de la mancha urbana, hasta la fecha sigue siendo operado íntegramente por el Ejercito mexicano.

Hacer memoria de un presente atormentado: La normalización desafío

Los crímenes del pasado reciente, cometidos por un régimen autoritario, más no dictatorial, que recurría a la represión de manera selectiva, se podían entender en términos de una confrontación política. En cambio, la escalada de los últimos 15 años se caracteriza, sobre todo, por su opacidad. Aunque el número de personas masacradas, torturadas y desaparecidas rebasa por mucho a los de los años 70 –a finales del 2021 la lista de personas desaparecidas ya rondaba las 100 mil–, el trasfondo, las razones y los patrones son mucho más difíciles de entender y explicar. La tan mal llamada ‘guerra’ se ha desplazado desde el tablero político (un régimen y sus opositores) a una sangrienta disputa comercial, entre economías criminales y sus aliados estatales, que se ha generalizado como disputa por el control de los territorios. Con ello, las violencias y sus agentes se han diversificado. El caer víctima de una masacre o una desaparición ya no depende en primer lugar de alguna actividad de índole política o social de la propia persona, sino de su simple disponibilidad, sobre todo tratándose de personas consideradas vulnerables: mujeres, migrantes, jóvenes empobrecidas. Al mismo tiempo, esta crisis hace emerger nuevas agencias, inesperadas y potentes: de manera destacada, el insólito activismo forense de familiares de personas desaparecidas, los llamados colectivos de búsqueda.

El desafío para las narrativas memoriales del presente consiste en recordar y nombrar la atrocidad en el momento que ocurre, o casi, y subvertir así su normalización -el blindaje de una sociedad que se sabe vulnerable pero no lo quiere o puede admitir-. Los retos se multiplican: dignificar a los vulnerados y sensibilizar al resto ante la deshumanización; develar sentidos y significados, lógicas y patrones en contextos de aparente sinsentido; hacer ver las posibilidades de resistir.

En el contexto de la violencia actual, las practicas memoriales se vuelven, sobre todo, una herramienta de los propios afectados para persistir, ante la indolencia e indiferencia social: marcar y resguardar los lugares donde ocurrió la masacre, erigir una marca en la vía pública para recordar a los desaparecidos que recién se llevaron y aún se están buscando. La gran mayoría de estos memoriales, que podríamos llamar vernaculares, se inician u operan por los propios familiares de las víctimas –algunos se encuentran documentados en el tomo Memoria prematura (Ovalle y Díaz Tovar 2019)– y por ello suelen ser precarios, frágiles, temporales. Quizá el ejemplo más emblemático de una práctica memorial móvil desarrollada por las propias víctimas son los llamados “Bordados por la paz“, inaugurados en 2011 en distintas plazas públicas del país. El acto casero de bordar es socializado, llevado a la vía pública; lo sensorial del acto de bordar confluye con una acción verbal, discursiva: se bordan los nombres de quienes no están, incluso se inscriben en el tejido fechas y circunstancias de su desaparición. Al hacerlo, se conectan los cuerpos entre si, presentes y ausentes, desembocando en una continua narrativa comunitaria.

En cambio, cuando el Estado se hace cargo de producir memoriales en torno a “la violencia”, los resultados suelen ser monumentos al heroísmo de soldados y policías “caídos” en el “servicio a la patria” o instalaciones abstractas, estériles y despolitizadas, como el controvertido Memorial a las víctimas de la violencia en México, inaugurado en 2013. Fue ampliamente criticado el hecho de que en lugar de los nombres de víctimas figuran citas ‘inspiradoras’ de escritores célebres en torno a la ‘paz’ y la ‘sanación’.

Fuera de los moldes oficialistas y discursos expertos, toca nuevamente a las artes y la producción cultural buscar e inventar nuevos lenguajes para nombrar y significar lo que le ocurre al país. Entre los géneros protagonistas de esta búsqueda destaca el cine documental y de ficción, con películas multipremiadas como Tempestad (2016) o Noche de Fuego (2021) de Tatiana Huezo, o La libertad del diablo (2017) de Everardo González. Un papel destacado lo han jugado las nuevas narrativas periodísticas, de investigación y novedosos formatos transmedia, impulsados por reconocidas periodistas como Marcela Turati, Daniela Rea o Mónica González. La crónica mexicana, célebre género de una literatura híbrida que oscila entre el reportaje y la poesía, el documento y la ficción, se ha revivido en voces como Sara Uribe (Antigona González, 2012), John Gibler (Morir en México, 2011), o la escritora Cristina Rivera Garza (Los muertos indóciles, 2019). Lo mismo desde la fotografía se ha buscado darle otro ángulo a la muerte violenta, fuera de las estéticas amarillistas y policiacas, en premiados ensayos de Fernando Brito, del estado de Sinaloa, o la fotógrafa juarense Mayra Martell.

También las artes plásticas enfrentan la compleja disyuntiva de como hablar del terror sin reproducir su poder paralizante. Una veterana en esta búsqueda estética es la artista Teresa Margolles, quien desde los años noventa ha trabajado en torno a la violencia asesina en México, por medio de instalaciones que combinan la abstracción con materia sensible, que no caen en la literalidad, a pesar de trabajar directamente materias forenses, lo encontrado en morgues, fosas y escenas de crimen. Una variante importante son los proyectos estéticos o artísticos con sello colaborativo, donde las personas afectadas se vuelven coautoras de la obra. Esta colaboración puede desembocar en la irrupción efímera en la esfera pública –como la acción-performance Cuenda, de Laura Valencia– o continua, como la iniciativa Huellas de la memoria,iniciada en 2014 por Alfredo López Casanova como homenaje, no a los muertos, sino a quienes luchan por su dignificación y memoria. Otro ejemplo son las intervenciones públicas y muchas veces participativas de la artista activista feminista Lorena Wolffer o, apostándole a una vía más sensorial que discursiva, el Recetario para la memoria de Zahara Gómez Lucini.

Los mencionadas trabajos o modos de trabajar se distinguen por no conformarse con los ya conocidos formatos estéticos asociados con los derechos humanos, de consignas y denuncias, y por interpelar de nuevos modos a las personas (supuestamente) no afectadas. Un parteaguas para estas narrativas fue, sin duda, la desaparición de los 43 jóvenes normalistas de la escuela rural de Ayotzinapa, en septiembre del 2014. A diferencia de decenas de miles de otras desapariciones más opacas, menos descifrables, aquí se trató de un crimen tan claramente de Estado, que podría convertirse en una suerte de relato ejemplar. Como tal fue construido por la agencia internacional de investigación Forensic Arquitecture, en su plataforma Ayotzinapa, una reconstrucción minuciosa, a base de una minería de miles de datos, de lo ocurrido aquella noche: la narrativa forense como otro modo de hacer memoria.

Finalmente, en relación a los monumentos con los que iniciamos este breve recorrido, en el espacio público también se hace notar la necesidad de salir de las rutinas y convenciones conmemorativas. Un ejemplo son los llamados antimonumentos, que buscan romper la tradición monumentalista de héroes petrificados sustituyéndolos por íconos politizados, como el enorme +43 erigido en una avenida central de la capital por las familias de los normalistas desaparecidos, o también la llamada Antimonumenta feminista, un icono femenino en color morado con el puño alzado, instalado en algunos centros históricos del país. A diferencia de los llamados “contra-monumentos”, una corriente de arte conceptual iniciada hacia finales de la década de 1980, los antimonumentos no buscan provocar o desconcertar a transeúntes a través de la estética, y se distinguen por el carácter inequívoco de su mensaje, que debe ser entendido a primera vista. Aun así, irrumpen en los habituales paisajes urbanos, salpicados de efigies de hombres importantes y alguna u que otra escultura modernista, estéril e indiferente.

Volviendo a la sobreposición de memorias que constituye la historia oficial de México: Si ésta puede mirarse, como decíamos, como una suerte de palimpsesto de violencias múltiples e interconectadas –coloniales, represivas, territoriales y feminicidas– será importante reconocer y marcar estas conexiones. Un ejemplo revelador es la actual disputa memorial alrededor de una estatua a Cristóbal Colón en el Paseo de la Reforma de la ciudad de México, que viene desplegándose en varios capítulos. El primero abarca, desde su instalación en 1877, en pleno resplandor pre-revolucionario, hasta su desalojo, segundo capítulo, en octubre del 2020. No fue derrumbado por activistas enfurecidos, como en tantos otros lugares del mundo, sino por instrucción de la alcaldesa, que decidió remover la estatua como “medida de precaución”, como se argumentaba, ya que esta durante años había “sufrido” ataques por marchas y activistas.

El tercer capítulo se produjo cuando, un año después, la alcaldia anunció que el conquistador ya no iba a retornar a su pedestal, sino que sería sustituido por la figura de una mujer indígena de origen prehispánico, algo así como su opuesto imaginario. Primero, el proyecto consistía en una monumental cabeza estilizada, llamada Tlalli y diseñada por un escultor capitalino; fueron tan inmediatas y devastadoras las reacciones a esta Tlalli -a todas luces grotesca- que parecía caricatura, que la propuesta fue retirada casi al instante. Colectivos feministas y madres buscadoras aprovecharon el vacío para instalar una nueva antimonumenta, una silueta con el puño levantado, y rebautizar la “Glorieta de las mujeres que luchan”. A este le siguió otro capítulo más cuando la alcaldesa presentó la figura que el gobierno finalmente resolvió instalar ahí: la replica de una estatua prehispánica recién descubierta, al parecer una de las raras representaciones de una gobernante indígena. Mientras seguían las críticas –de por qué tendría que ser una figura extraída de la prehistoria mexicana- las autoridades se ponían a desmantelar la glorieta resignificada por las activistas, a lo que ellas reaccionaron indignadas reclamando su “derecho a la memoria“. Sea cual sea el siguiente capítulo de la disputa por este pedestal, cabe la pregunta planteada por la antropóloga Sandra Rozental, si no sería mejor dejarlo simplemente vacío y convertirlo así en un verdadero contra-monumento. Un espacio así sería un “gesto decolonial”, según Rozental, abierto a ser “intervenido” por las urgencias del presente, como lugar para una memoria no-petrificada y resistente.