Los años 60 y 70 del siglo XX
Las décadas insurgentes en México
Colaboración de Alicia de los Ríos Merino
Medio siglo después del desenlace de la Revolución Mexicana, la rebelión irrumpió de nuevo. En plena década de los sesenta del siglo XX, arribó con las generaciones jóvenes, herederas de las promesas incumplidas y de los agravios continuados por el régimen posrevolucionario priísta. Las niñas y los niños que a finales de los cincuenta observaron las manifestaciones de campesinos, ferrocarrileros, sindicalistas y comunistas, fueron protagonistas de las movilizaciones insurgentes de las décadas de 1960 y 1970.
I. La insurrección de la juventud campesina y normalista en el norte del país
En la historia reciente de México, el 23 de septiembre de 1965 es considerado el inicio de la insurgencia contemporánea. Un pequeño grupo de jóvenes varones, campesinos, maestros y estudiantes normalistas, caminó de madrugada entre las sombras hacia el cuartel de Ciudad Madera, una pequeña población enclavada en la sierra de Chihuahua. Era el Grupo Popular Guerrillero (GPG). Los rebeldes tenían como propósito golpear moralmente al ejército y publicitar, a través de la radio local, los motivos de su lucha política y armada. Les interesaba que la gente los escuchara y conociera las razones de su organización. Además, expropiarían el banco de la localidad. Seguramente confiaron en que lo lograrían. No fue así. Los militares al interior del cuartel combatieron contra los jóvenes. Murieron ocho insurgentes y el resto escapó. Los cuerpos fueron exhibidos por el pueblo e inhumados en una fosa común.
Pareciera que con la muerte de los rebeldes, entre quienes se encontraban el médico y profesor normalista Pablo Gómez Ramírez, el profesor Arturo Gámiz García y el campesino Salomón Gaytán Aguirre, se cerraba el primer capítulo de la guerrilla socialista contemporánea. Sucedió lo contrario: con el GPG se inició un nuevo periodo de radicalización política como respuesta al neolatifundismo forestal y ganadero, y a la explotación y despojo de tierras comunales por guardias blancas y autoridades estatales y federales corruptas. El hecho dio a conocer la existencia del GPG y los procesos previos, legales y populares que entablaron desde 1962, cuando fueron ingnorados por las autoridades de todos los órdenes de gobierno. El gobierno de Díaz Ordaz debió emprender en 1967 un reparto agrario para beneficiar a cerca de cincuenta mil campesinos norteños sin tierra. Entonces, la nación se enteró que las mejores tierras de riego y de pastizales en Chihuahua –tres millones setecientas mil hectáreas- eran propiedad de 145 familias. El resto –cuatro millones y medio de hectáreas- eran trabajadas por cien mil ejidatarios.
II. La rebeldía estudiantil en 1968
Las movilizaciones estudiantiles fueron una constante en la historia del siglo XX en México. Las causas eran diversas: demandas económicas como becas, casas de estudiantes, subsidios, en contra el alza del transporte; participación en las decisiones en los centros de estudio y la denuncia de la violencia de porros, cadetes y paramilitares que ejercían un control entre el estudiantado, eran algunos de los tantos agravios. Similar a otras latitudes del mundo, en tiempo de posguerra se experimentó la migración del campo a la ciudad y las juventudes de clases populares ingresaron a instituciones de educación superior que hasta entonces les habían sido inaccesibles.
El Distrito Federal (Ciudad de México) era la localidad con mayor infraestructura escolar en el país, sede de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y el Instituto Politécnico Nacional (IPN). Con orígenes distintos, sus poblaciones habitaban espacios citadinos diferentes: universitarios en el sur y politécnicos en el norte. Sin embargo, en el centro se congregaban preparatorias universitarias y vocacionales politécnicas. Fueron estudiantes adolescentes de ambas instituciones quienes protagonizaron los primeros días del épico movimiento estudiantil de 1968. Tras dos días de encuentros violentos entre alumnos de una prepa universitaria y una vocacional politécnica entre el 22 y 23 de julio, intervino con suma violencia el cuerpo de granaderos del ex Departamento del Distrito Federal (DDF).
Lo que inició como una riña entre estudiantes desembocó en una convocatoria de organización estudiantil capitalina sin precedentes. Se conformó un Consejo Nacional de Huelga que elaboró un pliego petitorio en el que se exigió reconocer la responsabilidad del Estado por la represión en contra del estudiantado, la indemnización a las víctimas, el castigo a los culpables y la desaparición del cuerpo de granaderos. La solidaridad se extendió entre otras escuelas capitalinas y del interior del país, así como entre el profesorado y las autoridades universitarias. La UNAM y el Politécnico se declararon en huelga y miles de brigadistas salieron a compartir con la sociedad los motivos de su indignación y la invitaron a sumarse. Las principales avenidas acogieron a decenas de miles de manifestantes en marchas rememoradas hasta el día de hoy.
El 12 de octubre de 1968 se inaugurarían los Juegos Olímpicos en México, que se convirtió en el primer país latinoamericano anfitrión. Para tal evento, el Distrito Federal había dedicado años de presupuestos y obras de infraestructura. Pero en ese otoño, la fiesta y la utopía se vivían en otros sitios de la ciudad. La juventud movilizada llegó hasta el Zócalo, lugar sagrado para el poder posrevolucionario, y amenazó con permanecer ahí hasta que el gobierno federal atendiera sus demandas. La respuesta del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz fue ocupar con el ejército la UNAM el 18 de septiembre, y seis días después, el Politécnico. Ante la provocación estatal, la zona politécnica del norte de la ciudad vivió días de enfrentamiento. Las personas vecinas de barrios politécnicos se unieron al estudiantado, combatiendo con lo que tenían a su alcance en contra de militares, granaderos y otros agentes policiacos. Tlatelolco era uno de esos barrios, que además albergaba la Vocacional 7, que fue asaltada por el ejército. En la explanada de la Plaza de las Tres Culturas se habían realizado varios mítines en las semanas previas.
El 2 de octubre de 1968 el Consejo Nacional de Huelga, máximo órgano del movimiento estudiantil, convocó a una concentración en Tlatelolco. Nadie imaginó que un pequeño grupo de élite cercano al Presidente de la República había acordado un plan de ataque armado en contra de la manifestación, que originalmente marcharía hacia el Casco de Santo Tomás, sede del IPN. En la parte superior del edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores se apostaron francontiradores del Estado Mayor Presidencial. El lugar se convirtió en una trampa mortuoria para estudiantes, vecinos e incluso militares y agentes estatales del batallón Olimpia, quienes actuaron de manera errática y confusa tras las luces de bengala y los primeros disparos. El poder presidencial no reparó en aniquilar a infantes, jóvenes e incluso a sus propios agentes. Tras la confusión, los paramilitares de guante blanco y las fuerzas armadas se dedicaron a aprehender a jóvenes y vecinos. Contrario a la obligación de esclarecer la cantidad de víctimas y su identidad, las autoridades afirmaron que los sucesos se derivaron de un enfrentamiento entre estudiantes rivales. Los testimonios de sobrevivientes contradijeron desde el primer día la versión oficial. En su último informe de gobierno, el 1 de septiembre de 1969, el presidente homicida asumió su amplia responsabilidad en la masacre frente a los poderes de la nación. Los diputados aplaudieron de pie la confesión y blindaron con impunidad cualquier intento de investigación y castigo.
III. 1971, el estudiantado capitalino retoma las calles
Lo sucedido el 2 de octubre de 1968 fue un mensaje contundente para la juventud: el poder les advirtió que la disidencia no estaba permitida en la política nacional. Tras lo ocurrido en Tlatelolco, diversos grupos políticos optaron por la instrucción armada y la política radical. Pese a las diferencias entre sí, reconocían la imposibilidad de transformar el país por las vías legales y pacíficas, por ejemplo, como partidos de oposición -proscritos hasta entonces-, o como sindicatos independientes, no reconocidos por las centrales corporativistas. La muerte, la convalecencia, el escondite, la prisión política y el exilio, propio o ajeno, treansformaron a los activistas estudiantiles en militantes comunistas clandestinos.
Después de 1965 surgieron diferentes organizaciones políticas-armadas, como el Grupo Popular Guerrillero Arturo Gámiz, el Movimiento 23 de Septiembre, el Partido de los Pobres y la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria. A partir de 1968 se conformaron el Comando Lacandones, el Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR), los Comandos Armandos del Pueblo (CAP), las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN), Los Procesos, Los Guajiros, el Frente Urbano Zapatista (FUZ), entre otras. Estas se conformaban en silencio, de manera regional y con diferentes medios de subisidio. La mayoría de sus integrantes se conocían con anterioridad en espacios públicos como escuelas, la Juventud Comunista de México o movilizaciones estudiantiles que continuaron activas en diferentes estados del país.
Tres años después de Tlatelolco, la movilización estudiantil de Monterrey, Nuevo León, convocó a la solidaridad de sus contemporáneos, irrumpiendo de nueva cuenta en el escenario público nacional. El gobernador norteño Eduardo Elizondo provocó la renuncia del rector, redujo el presupuesto universitario e impulsó un proyecto de ley orgánica para la Universidad Autónoma de Nuevo León. El nombramiento de un nuevo rector de carrera militar y la creación de una Asamblea Universitaria, conformada mayoritariamente por sectores externos, causaron el repudio de la comunidad universitaria. El movimiento estudiantil norteño logró la solidaridad de diversas ciudades del país, entre ellas la Ciudad de México. En plena discusión sobre una reforma educativa nacional, el presidente Luis Echeverría Álvarez intervino en el conflicto: el gobernador de Nuevo León y el rector militar renunciaron y se estableció un junta de gobierno universitaria. Pero la movilización estudiantil continuó.
La juventud capitalina reorganizada en la UNAM y el Politécnico convocaron a marchar el 10 de junio de 1971, del Casco de Santo Tomás al Monumento a la Revolución. En el territorio politécnico se experimentó salir a la calle de nuevo. Miles de estudiantes se dieron cita a las cuatro de la tarde. Una hora después, una marcha de casi diez mil estudiantes avanzó hacia los rumbos de San Cosme, atestados desde la mañana con tanques antimotines y granaderos. La manifestación fue detenida en dos ocasiones con el propósito de ser disuelta. Tras retomar la marcha a la altura del cine Cosmos y la Escuela Normal Superior, aparecieron contingentes de varones jóvenes con varas de kendo, gritando furiosos. Eran los Halcones.
El ataque primero se perpetró a través de golpes, pero instantes después se abrió fuego en contra del estudiantado. Durante tres horas, la policía capitalina y el ejército observaron como el grupo paramilitar golpeó, hirió, ejecutó, aprehendió y aterrorizó a miles de estudiantes. Fueron las personas vecinas de San Cosme y de las colonias cercanas quienes acogieron y protegieron por horas a los estudiantes cercados. Fueron los vecinos quienes, desde las ventanas, indicaban el camino seguro para salir de la zona a los jóvenes que huían de la represión.
Dos aspectos diferenciaron los ataques del 2 de octubre de 1968 y del 10 de junio de 1971: la coordinación entre las policías del DDF, la Dirección Federal de Seguridad, el ejército mexicano y los paramilitares Halcones, fue exitosa; sin embargo, la versión sobre un enfrentamiento entre estudiantes, utilizada en Tlatelolco, no funcionó en San Cosme, pues la comunidad de periodistas que cubrieron la marcha también fueron víctimas de la represión y testigos de la muerte de decenas de estudiantes y vecinos.
Lo sucedido el 10 de junio de 1971 en contra del movilmiento estudiantil contradijo el anuncio de apertura democrática de Echeverría Álvarez. Para miles de jóvenes fue la confirmación de que la transformación del país era imposible a través de la organización democrática, legal y pacífica. Esa tarde de San Cosme estuvieron presentes militantes de Los Procesos y Los Guajiros. El ataque de los Halcones significó el principio de un proceso de unificación de diversos grupos político-militares regionales que devino en la conformación de la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S), el 15 de marzo de 1973, en Guadalajara, Jalisco.
La Liga fue la organización insurgente más amplia y duradera del pasado reciente de nuestro país. Como homenaje al Grupo Popular Guerrillero retomaron la fecha para nombrarse y a su órgano de difusión lo llamaron periódico clandestino Madera. En el transcurso de casi diez años, entre 1973 y 1982, participaron en la Liga por lo menos tres generaciones militantes comunistas. Sus postulados políticos y la reacción contrainsurgente la convirtieron en una organización radical con presencia en las ciudades industriales más importantes del país. Aunque en el imaginario público se les recuerda más por las efemérides de acciones espectaculares como secuestros, balaceras o fugas, la militancia de la Liga tuvo como propósito principal el trabajo político con la clase trabajadora, a través de sus brigadas y del periódico Madera. Cuando la segunda generación de la Liga fue encabezada por la brigada roja en 1975, los cuerpos de seguridad nacional del Estado mexicano crearon la brigada especial mejor conocida como brigada blanca, que reunió a diferentes corporaciones civiles y militares con el propósito de eliminar a la militancia insurgente. Además de las prácticas habituales de detenciones arbitrarias, prisión política, tortura física, sexual y psicológica, y ejecuciones extrajudiciales, se sistematizó la desaparición forzada de personas. Fue así que la contrainsurgencia perpetró aproximadamente un millar de detenciones y desapariciones en instalaciones militares. La mayoría de los responsables continúa sin ser enjuiciado. Tampoco se ha esclarecido el paradero de las personas desaparecidas.
Epílogo. Las madres que buscan a sus hijas e hijos
El ocaso de las insurgencias protagonizadas por la LC23S o el MAR, a finales de la década de los setenta, coincidió con el surgimiento de los colectivos de familiares de personas desaparecidas por motivo de su militancia política. Fueron ellas, en su mayoría madres y esposas de la juventud desaparecida, quienes se atrevieron a señalar y denunciar los centros clandestinos de detención y desaparición, como el Campo Militar número 1 en el Valle de México, la base naval de Pie de la Cuesta en Acapulco y el cuartel militar de Atoyac de Álvarez, ambos en Guerrero. Reunidas en la búsqueda, se denominaron Comité Pro-Defensa de presos, perseguidos, desaparecidos y exiliados políticos de México. Frente a la ausencia de instancias jurídicas a las cuales acudir, relataron casos a organizaciones internacionales como la Organización de las Naciones Unidas y Amnistía Internacional, realizaron huelgas de hambre en la Catedral Metropolitana, se encadenaron a cruces en el Zócalo, tomaron carreteras y avenidas, persiguieron y encararon a los presidentes del país José López Portillo y Miguel de la Madrid Hurtado, así como a sus secretarios de gobernación, procuradores federales y generales del ejército. Nada les detuvo. Pese a no obtener la verdad sobre sus hijos e hijas, recibieron a quienes fueron liberadas de prisión, por amnistía o por cumplir condena y a quienes retornaron del exilio. Despidieron a quienes se fueron. Acogieron a quienes sobrevivieron, criaron a la infancia huérfana, continuaron denunciando que la desaparición forzada es un delito, y nunca, nunca, dejaron de nombrar a sus hijos e hijas ausentes.