Los años 80 y 90 del siglo XX
Colaboración de Alejandro Vélez
La estela del terrorismo de estado
Al inicio de la década, Miguel Nazar Haro “El Tigre”, creador de la funesta Brigada Blanca, estaba al frente de la Dirección Federal de Seguridad (DFS). Había tomado el lugar de Javier García Paniagua, que fue nombrado Secretario de Gobernación por el Presidente José López Portillo en 1978. Como director, se encargó de militarizar aún más la DFS y se aseguró de terminar el trabajo de exterminio del “enemigo interno” que había iniciado en la década de 1960. Aunque organizaciones como la Liga Comunista 23 de Septiembre[1] estaban casi aniquiladas, las desapariciones forzadas no pararon. Por ejemplo, un día de 1981 fue desaparecida en Ecatepec Austreberta Hilda Escobedo Ocaña, hija de doña Acela Ocaña, quien no paro de buscarla entre oficinas gubernamentales del Estado de México y la Ciudad de México. Años más tarde se enterarían de que presos políticos que fueron liberados la vieron con vida, durante sesiones de tortura en diferentes cárceles clandestinas como la del Campo Militar #1.
Más mujeres como doña Acela Ocaña, que también buscaban a algún familiar, se fueron encontrando en las salas de espera de las fiscalías y otras dependencias gubernamentales y, para los primeros años de la década de 1980, ya no buscaban solas. Lo hacían en colectivo. Hacia finales de la década de 1970, tanto el Comité Eureka[2] como la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Víctimas de Violaciones a los Derechos Humanos en México (AFADEM), [3] en Guerrero, habían demostrado que existía la desaparición forzada en México e incorporaron el concepto de “desaparecido político” al diccionario de la ignominia del país. Ahora, mediante la presión ejercida a través de marchas, mítines y plantones empezaban a conseguir logros como la liberación de presos políticos. Uno de estos casos fue la presentación en el hospital militar y posterior encarcelamiento de Mario Álvaro Cartagena “El Guaymas”, que fue conseguida gracias a los 3,500 telegramas que llegaron al gobierno, resultado de la acción urgente que solicitó doña Rosario Ibarra de Piedra durante la Asamblea de Amnistía Internacional, en 1978.
Aunque la Ley de Amnistía de 1978 fue creada para darle la puntilla a los movimientos armados y animar a que los guerrilleros desencantados volvieran a la vida civil, fueron las acciones del Comité Eureka y AFADEM las que lograron que la Ley de Amnistía pasara del papel a la práctica en forma de liberaciones de presos políticos, retorno de exiliados y la presentación con vida de personas desaparecidas hasta ese momento.
Nazar Haro duró un par de años mas al frente de la DFS y fue removido de su cargo en 1982. En 1985 la DFS, que ya contaba con muy mala fama, es eliminada del organigrama gubernamental, transformándose en la Dirección General de Investigación y Seguridad Nacional, predecesora del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN). Con este cambio burocrático también cesó de existir, al menos de manera formal, la Brigada Blanca. Pero la mayoría de sus agentes no se jubilaron, más bien aprovecharon su experiencia para entrar o continuar en un negocio más redituable: el narcotráfico. Es por eso que para Camilo Vicente Ovalle y otros historiadores e historiadoras, la década de 1980 está caracterizada por la intersección entre la contrainsurgencia y la guerra contra el narcotráfico.
La década de 1980 cerraría con el agrietamiento del PRI como partido hegemónico y con la sospecha de fraude en las primeras elecciones competidas de la historia del país (en 1988). Es precisamente en el corolario de estas elecciones, al inicio del sexenio de Carlos Salinas de Gortari, que es desaparecido José Ramón García Gómez, candidato a la presidencia municipal de Cuautla, Morelos, por el Frente Democrático en la Defensa del voto. Sería el primero de decenas de militantes desaparecidos y asesinados, según los registros del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Como muchos creen que estos crímenes fueron un invento del PRD para victimizarse, la académica Hélène Combes creó una base de datos sobre los homicidios con información de la CNDH, la revista Proceso y la Fundación Ovando y Gil, que contiene información de 265 militantes asesinados entre 1989 y 1994.
Un nuevo paradigma
La presidencia de Carlos Salinas de Gortari significó, para muchas personas, la promesa de la modernidad para el país. El Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos y Canadá, y las reformas constitucionales de 1992 parecían trazar la ruta que iba a llevar al país a una vida moderna y desarrollada. No obstante, dicha promesa se derrumbó como un castillo de naipes el primer día de 1994. Cuando toda la atención estaba en la entrada en vigor del TLC, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) declaró la guerra al gobierno, tomó cabeceras municipales y atacó instalaciones militares en Chiapas. Por si fuera poco, el mismo año fue asesinado Luis Donaldo Colosio, candidato del PRI a la presidencia, y el país se hundió en una de las peores crisis económicas, perdiendo casi todas sus reservas internacionales y devaluando su moneda ante el dólar. Miles de personas perdieron sus empleos, sus casas y enfrentaron la quiebra de sus negocios y empresas.
Para algunos politólogos, el asesinato de Colosio fue un parteaguas de la impunidad porque significó que “todo se valía” y que nadie iba a investigar. Aunque, dado lo acaecido en las décadas pasadas, más que un parteaguas debería entenderse como una continuación del pacto de impunidad del periodo del terrorismo de Estado. Por ejemplo, según un informe de la CNDH en 2001, la administración de Ernesto Zedillo clasificó 275 expedientes de personas desaparecidas y los puso a resguardo de la Secretaría de Gobernación.
Pero no sólo fue la falta de transparencia en casos de desaparición forzada, también fue el regreso del paramilitarismo en Chiapas y Guerrero, bajo la mirada omisa de la administración de Zedillo. Al igual que durante el periodo del terrorismo de Estado, los grupos paramilitares de la década de 1990 actúan por una delegación del poder del Estado y colaboran con los fines de este, pero sin formar parte propiamente de la “administración pública”. En Chiapas, la paramilitarización coincidió con la promulgación de la Ley de Concordia y Pacificación para una Paz Justa y Digna en Chiapas en 1995, que redujo las intervenciones directas por parte del ejército que le generaron mala prensa al gobierno durante 1994 y privilegió la formación de grupos paramilitares entre diferentes actores como caciques, políticos, asociaciones ganaderas, pequeños propietarios y miembros de las fuerzas armadas que consideraban al EZLN como una amenaza que había que erradicar. Justo como con el “enemigo interno” de las décadas pasadas.
Los paramilitares destruyeron la economía comunitaria, hostigaron a las comunidades e instauraron el terror en la región. Se estima que entre 1995 y 1996, al menos 21,000 personas fueron desplazadas de sus comunidades. El terror cotidiano de esa época fue casi imperceptible en los medios nacionales, pero se coló el 22 de diciembre de 1997 cuando un grupo de 60 paramilitares encapuchados abrieron fuego contra integrantes de la organización Las Abejas, en el poblado de Acteal, asesinando a 45 personas, incluidas mujeres y niños. Dos años antes, el 28 de junio de 1995, un grupo de 17 campesinos integrantes de la Organización Campesina Sierra del Sur (OCSS) fueron asesinados cerca del vado de Aguas Blancas, en el estado de Guerrero, por integrantes de la Policía Judicial Estatal, cuando se dirigían a la cabecera municipal para exigir la presentación con vida de uno de sus miembros.
Mientras en Guerrero y Chiapas se cometían crímenes y violaciones a derechos humanos que tenían el mismo tufo de la época del terrorismo de Estado, en los estados del norte del país se empezaba a gestar otro fenómeno: personas que nada tenían que ver con sindicatos, grupos guerrilleros, asociaciones estudiantiles, organizaciones o partidos de izquierda empezaron a ser desaparecidas. Pero como los términos “desaparecido” y “desaparecido político” estaban íntimamente ligados a lo que sucedió durante las décadas del terrorismo de Estado, los medios de comunicación empezaron a usar el neologismo “levantón” para referirse a esos casos, que empezaron a vincularse con otro fenómeno: el narcotráfico. Por ejemplo, en Tijuana el Semanario Zeta contabilizó más de 45 casos de personas desaparecidas que “presuntamente” estaban vinculadas con alguna organización criminal. Es importante destacar que estas desapariciones no excluyen la participación de agentes del estado, por lo que por mucho tiempo el cambio semántico de “desaparición” a “levantón” fue usado para tapar la responsabilidad de agentes estatales.
Este es el caso de Alejandro Hodoyán Palacios, uno de los “narcojuniors” cercano a la organización de los Arellano Félix, que fue detenido, incomunicado y torturado para dar detalles del Cartel de Tijuana. Como tenía doble nacionalidad, fue liberado y se ofreció como testigo protegido a las autoridades estadounidenses. Al no recibir la protección deseada, Hodoyán regresó a México para ser desaparecido por hombres armados cuando bajaba de su auto en un estacionamiento de Tijuana, el 15 de marzo de 1997.
Al igual que las madres de los desaparecidos y desaparecidas de la época del terrorismo de estado, fue la madre de Alejandro, Cristina Pacheco Hodoyán, la que lo buscó y pronto encontró a otras personas que acusaban a agentes estatales de haber desaparecido a algún familiar durante las décadas de 1980 y 1990. Formó la Asociación Ciudadana Contra la Impunidad (ACCI), que bien podría considerarse el primer colectivo de familiares de desaparecidos que no tiene que ver con el terrorismo de Estado.
No podemos dar por terminada la década sin mencionar la desaparición y asesinato de mujeres en Ciudad Juárez entre 1993 y 1999. Al menos 162 mujeres fueron mutiladas, torturadas, golpeadas, estranguladas, violadas, amordazadas, asesinadas y abandonadas en descampados de la ciudad fronteriza. Más allá de los mitos y el amarillismo que rodearon ese periodo, la Dra. Julia Monárrez cree que es importante revisar la cultura normalizada de la violencia y exterminio social que privó en Juárez durante esa época, y que se cebó sobre los cuerpos de las niñas y mujeres asesinadas: una cultura del feminicidio que no se atendió y que se extendió por todo el país durante los siguientes años.
El cambio para que nada cambie
El nuevo milenio fue inaugurado con la anhelada alternancia en el poder. Vicente Fox y el Partido Acción Nacional llegaron por primera vez a la presidencia para liderar “el gobierno del cambio”. Las expectativas eran enormes, sobre todo en temas de rendición de cuentas y juicios sobre los delitos y violaciones a derechos humanos cometidos durante otras administraciones, en especial durante el terrorismo de Estado. Una de las promesas de campaña de Fox fue la creación de una Comisión de la Verdad para esclarecer todos los crímenes cometidos durante ese aciago periodo. Pareciera que cuando académicos y defensores de derechos humanos le explicaron lo que representaba un ejercicio de justicia transicional como tal, el presidente dio marcha atrás y prefirió crear una fiscalía especial. Es así como nace la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP), que condujo el proceso a través de las estructuras del Estado y no a través de un organismo independiente como en las Comisiones de la Verdad de países como Sudáfrica o Argentina. El problema principal fue que no hubo una purga en las estructuras del Estado. Por ejemplo, al frente de la Procuraduría General de la República fue nombrado el General Rafael Macedo de la Concha. Esto generó que las investigaciones de la FEMOSPP se llevaran a cabo por la vía ministerial, lo que ocasionó que fueran un fiasco. Por ejemplo, la mayoría de los casos de desaparición forzada fueron tipificados como privación ilegal de la libertad, un delito del fuero común. Por otra parte, una sospechosa enmienda al código penal evitó que personas mayores de 70 años cumplieran condena por “motivos humanitarios”.
La FEMOSPP fue un fracaso rotundo. Lo único que las y los defensores de derechos humanos consideran rescatable es el informe histórico que da cuenta de muchos de los crímenes que sucedieron durante esa época (y que puede ser consultado en el sitio web de la organización estadounidense National Security Archive).
El “gobierno del cambio” tampoco cambió la forma de atender problemas sociales. Este es el caso del conflicto magisterial en el que desvirtuó el diálogo con los maestros agrupados en la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), ante el cual recurrió a la represión mediante fuerzas federales, estatales y grupos paramilitares. Según Flavio Sosa, que denunció al Estado Mexicano –y en especial al presidente Vicente Fox y el entonces gobernador Ulises Ruiz– ante La Haya, hubo más de 20 asesinatos, centenares de personas torturadas y encarceladas injustamente, y dos desapariciones. Igual que en décadas anteriores, el ejercicio de la violencia institucional fue usado de manera desmedida para desarticular movimientos sociales y aterrorizar a las poblaciones.
Una de las formas más eficaces de aterrorizar y silenciar a una sociedad es ir tras sus periodistas, y esto empezó a volverse algo cotidiano durante el sexenio de Fox. En diferentes estados del país al menos 22 periodistas fueron asesinados: una bala alcanzó el pecho de Bradley Will mientras cubría el conflicto magisterial en Oaxaca; José Miranda Virgen murió en una sospechosa explosión de gas en su casa en Veracruz; Francisco Ortiz Franco, cofundador de Zeta Tijuana, fue baleado frente a sus hijos en aquella ciudad; Dolores García Escamilla peleó doce días por su vida después de que recibiera nueve impactos de bala al llegar a su trabajo en Nuevo Laredo[4]. Sobra decir que ninguno de estos crímenes fue resuelto, por lo que la práctica de amenazar periodistas demostró ser la mejor forma de acallar la crítica, parar investigaciones incómodas y silenciar comunidades enteras.
Mientras todo esto ocurría, se ponía en marcha el primer intento de militarizar la seguridad pública a través del programa México Seguro y la Ley de Seguridad Nacional (LSN). El primero inició en 2005 con un despliegue masivo de soldados en Tamaulipas para combatir el narcomenudeo, el contrabando, la trata de personas, el robo de vehículos y la portación de armas de fuego, supliendo a efectivos de la policía local. Mientras que la LSN fue publicada un año antes y aportó una definición ambigua de seguridad nacional para ampliar las facultades de los militares y que incluyeran la persecución de delincuencia organizada.
[1] La Liga Comunista 23 de septiembre fue una organización política-militar que aglomeró varios grupos estudiantiles de Monterrey, Culiacán, Ciudad Juárez, Guadalajara y la Ciudad de México que apostó por la lucha armada a través de la guerrilla urbana en la década de 1970 en México. Su ideología fue marxista-leninista y su nombre fue un homenaje a la guerrilla que atacó el cuartel de Madera en Chihuahua el 23 de septiembre de 1965.
[2] El Comité Eureka es una organización de familiares de personas desaparecidas en el contexto del terrorismo de estado en México. Fue fundado en 1977 por Rosario Ibarra de Piedra, madre de Jesús Piedra Ibarra, detenido-desaparecido en Monterrey, Nuevo León. Su primer nombre fue Comité Pro-Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos en México.
[3] AFADEM es una organización de familiares de personas desaparecidas en el contexto del terrorismo de estado en México. Fue fundada por Tita Radilla, hija de Rosendo Radilla, detenido desaparecido el 25 de agosto de 1974 en Atoyac de Álvarez, Guerrero. Es miembro desde 1988 de la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos Desaparecidos, FEDEFAM, organismo regional latinoamericano, que agrupa a 15 organizaciones de 11 países.
[4] Los casos presentados aquí son solo algunos de los que fueron recopilados e investigados en el libro “Tú y yo coincidimos en la noche terrible”, editado por Nuestra Aparente Rendición en 2012.